Para hacer reír
a nuestros amigos
y hacer rabiar a nuestros
enemigos
Por
Guido de la Zerda*
¿Cómo
leer el texto de Teresa Alem, sino no es para hacer reír
a nuestros amigos y hacer rabiar a nuestros enemigos? Ciertamente
no es un texto para leerlo dentro de las fórmulas de la academia
universitaria, aunque paradojalmente escribamos y publiquemos en el
campus para la buena y mala conciencia universitaria.
“Según
algunas teorías críticas contemporáneas la única
lectura fiable de un texto es una mala lectura, la única existencia
de un texto viene dada por la cadena de respuestas que suscita y,
como indicó maliciosamente Todorov (citando a Lichtenberg a
propósito de Boehme), un texto es sólo un picnic en
el que el autor lleva las palabras, y los lectores el sentido.
Aunque eso sea verdad, las palabras
aportadas por el autor constituyen un embarazoso puñado de
pruebas materiales que el lector no puede dejar pasar por alto en
silencio, o en ruido” (Eco 1997:34).
De todos modos,
la interpretación de un texto es un ejercicio que supone tomar
alguna posición, no importa la de un envidioso, o un indiferente,
al final es una hermeneútica. En todo caso parece estar claro
que según Eco (1997) hay que hacer el esfuerzo por encontrar
la naturaleza del texto, “iluminar de algún modo esa naturaleza”,
mientras que otro pensador –no menos importante que el primero-
llamado Richard Rorty (1991) nos apremia a olvidar la idea de descubrir
Cómo es Realmente El Texto y, en cambio, a pensar en las diversas
descripciones que, en función de nuestros diversos propósitos,
nos resulta útil darle.
Para ambas posiciones,
es decir, para Eco y Rorty no interesa mucho el autor como tal,
lo que interesa es en definitiva su escritura, la cadena de signos
que construye y que el lector deconstruye. Foucault (1980) soñaba
con que leyesen sus textos aunque sus lectores no se acordasen quién
lo había escrito. Existe el riesgo de que la escritura supere
el imago del autor, eso se da todo el tiempo. Cuenta Renato Prada,
escritor boliviano, por ejemplo, que García Marquez, no hace
honor a su majestuosa obra “Cien años de soledad”, -que
entre otras cosas para Borges podían haber sido cincuenta-;
porque, según Prada, el escritor colombiano tiene un carácter
difícil que incluso fácilmente exige un “Oh Señor”.
En cambio, Mario Vargas Llosa, -el cual parece representar a una derecha
sin vuelta-, su trato con la gente es cortés, incluso puede
ser amable. Lo vimos en Portales parecía una vedette educada.
Hago esta introducción
porque a pesar de las técnicas de interpretación
de un texto, no he podido obviar a Teresa como autora del libro, porque
se que su texto no lo escribió como producto de un cansino
y aburrido trabajo de escritorio, -aunque presumo que ha usado una
mesa- tampoco tiene los tecnicismos académicos con los cuales
nosotros los tutores de tesis empalagamos a nuestros alumnos.
El de Tere es
un texto vital. Una forma de Rimbaud al revés. Como se sabe
el poeta francés primero escribió y luego se marchó
al África a vivir su poesía en medio del desierto. En
cambio Tere, antes de escribir, vivió y se fundió con
el paisaje de las montañas de Charazani, ahora nos ofrece la
escritura evocativa de su mente y su cuerpo.
Es el lenguaje
coloquial del viajero, que se desparrama mientras baila y penetra
la noche, se levanta para mostrarnos que hay otros mundos, que se
mueven y contraponen, a los cuales estamos a veces atados, cuando
en verdad somos más libres de lo que pensamos. La historia
no es universal. La realidad no existe como un paisaje universal,
sino aquello que comunmente la gente piensa que son universales, no
son sino el resultado de algunos cambios históricos precisos
(Cf. Foucault 1990).
Las dudas de Tere
tienen esa tónica. La interculturalidad, no se la puede enseñar
ni tampoco sostener con la fuerza que impone la letra muerta de las
leyes, ni veinte mil reformas educativas. La interculturalidad tampoco
es cosa de buenas intenciones y agradables modales. La interculturalidad
la debemos entender como una relación de poder, como una relación
de fuerza que encuentra un curso singular y convergente. La interculturalidad
para algunos y desde la globalización, por ejemplo, borra las
diferencias, homogeneiza a la población y concilia la diversidad,
sin modificar las exclusiones y acabar con las guerras. En otras palabras,
la interculturalidad la podemos convertir, en una sociedad de control
“al aire libre” y que reemplaza a las antiguas disciplinas que actuaban
en el período de los sistemas cerrados (Deleuze 1996).
O contrariamente
podemos entender la interculturalidad como un intercambio de símbolos
propios entre gente “que vive todos los días con esperanza,
tensión, riesgo, desafío, juego y fiesta...”, como
nos describe Tere.
El mosaico de
la diversidad ha permitido que se viviese inadvertidamente las relaciones
de interculturalidad, y que no se puede imponer como política
de Estado. Para Tere esta es una diversidad que incluye cuando dice:
“la presencia de la diversidad en cualquier lugar de Bolivia, nos
hace sentir orgullosos de esa persistencia silenciosa vivida por siglos,
logrando mantener tantas maneras de estar y mirar la vida a pesar
de la dominación, la discriminación y la negación”.
De ahí
que Tere no se mueva sólo bajo conceptos (nuevas maneras de
pensar), ella combina con perceptos (nuevas maneras de ver y escuchar)
y también con afecto (nuevas maneras de experimentar). Tal
es la trinidad filosófica, que defendemos para que el movimiento
tenga lugar (Ibid).
Su texto como
ella se desplazan no sólo sobre el mundo, sino desde el mundo.
Cada subtítulo es una construcción por si sola, aunque
tenga armonía de conjunto. El texto de Tere puedes leerlo de
atrás adelante, del medio para atrás o adelante.
Recordando “La Rayuela” del viejo Cortázar. La estructura del
texto también fluye. Leyendo los subtítulos puedes
construir un nuevo libro, tu libro: tomemos una muestra: “señas
y sueños”, “el ayllu totalidad fundante”, “diversidad que incluye”,
“lo propio y lo diverso”, “los otros también estamos”, “la
obstinada permanencia del cosmos”.
Estos subtítulos
nos dicen que las relaciones humanas también son un flujo de
ideas, de cosas que se transmiten, que quedan, donde el escuchar,
el ver, el pensar y experimentar son una misma cosa. En esa fluidez
vuelven con ella, -a su modo, claro está- Luis Rojas Aspiazu,
Rodolfo Kusch, Rodolfo Mondolfo, para reafirmar una visión
de cultura, no como ideología estática o cosificada,
sino para defender un sentido, un flujo, un estado de duda.
Avanzar desedipizándonos,
incluso desedipizar la naturaleza y el paisaje, encontrar la libertar
de nuestras imágenes, la independencia de nuestras metáforas.
Una palabra nombra, pero no para convertirse en imágenes idénticas
inmutables, ahí radicaría su pobreza, sino para fluir,
y convertirse y reconvertirse permanentemente, para auto y reinventarse
a sí misma. Un día somos para dejar de ser otro, no
como un acto de ruptura mental, sino como un acto de no propiedad,
de no estatismo, sino de vida que gira, de conversión
energética. Somos como aquella idea de Jean Huston que recupera
Tere, que dice: “Siempre he pensado en un mito como algo que nunca
existió pero que siempre está sucediendo”.
Por todo esto
como definir y presentar el texto, como nombrarla a Tere, sabiendo
de antemano que no deseo definirla porque temo volverla cosa, detenerla
suspendida.
Para evitar lo
que temo, dejemos que un párrafo de D.H. Lawrence (1981)
me salve y evoque lo que pienso de élla y también de
su texto: “Colocar a una mujer en un pedestal, por ejemplo,
o al contrario volverla indigna de toda importancia: convertirla en
una ama de casa modelo, una madre o esposa modelo, son simples medios
para eludir cualquier contacto con ella. Una mujer no representa algo,
no es una personalidad distinta y definida... Una mujer es una extraña
y dulce vibración del aire que avanza, inconsciente e ignorada,
en busca de una vibración que le responda. O bien es una vibración
pesada, discordante y dura para el oído que avanza hiriendo
a todos los que se hallan a su alcance. Lo mismo ocurre en el hombre”.