ELEGÍA
HUMILDE
Un auto
ha arrollado a la vieja sirvienta
¡La pisó como una hoja!
Era una flor del campo, toronjil, yerbabuena.
En la casa hubo
duelo
por su muerte de plata.
Esta mujer oscura
de noble cepa aymara
endulzaba la vida de seres y de cosas.
Llena está
nuestra infancia de su imagen
de Mamita Copacabana;
debajo de su manta de castilla
siempre traía la sorpresa
de frutas, empanadas o juguetes.
¡Ay dulce
abuela nuestra
de las macetas y del canario!
Tendida en su
mortaja,
con unción le besamos las santas manos toscas
quietas por fin del cotidiano afán.
Parecían avergonzadas del reposo;
dos angelitos blancos bajaron a cubrirlas.
Su nombre era
Mama-Usta, y nada más.
Las hadas humildes sólo tienen un nombre
pero es varita mágica de gracia y bendición.
De la mano llevaba
a mi padre a la misa;
la conocieron los abuelos y bisabuelos.
Era lazo entre el ahora y lo perdido.
Todo lo daba,
todo, su bondad y su alegría,
el cobre de la dádiva, el óleo del consuelo.
Cual sombra milagrosa
colmaba de manjares la olla de cada día,
y con agua y con sol daba celajes
a los visillos y manteles.
Ella prendía el fuego del hogar.
Un auto la ha
matado. ¡Ay, Dios mío!
Su frente estaba herida
y su cuerpo, nunca tocado,
salpicado de barro.
Cuando llegaba
al cielo,
con un solo zapato, la falda desgarrada
un coro de jilgueros le cantaba aleluyas.
Con humilde inocencia,
debió de imaginar
que era fiesta pascual para nosotros.
-¿Como para ella el aleluya?
¿Como para ella nuestro llanto?-
Sencilla y limpia
entró en la gloria
cuidando todavía la canasta
para la cena de hoy.
Nuestra Mama Usta
ha muerto.
¡Ay
canario, ay macetas, patio y agua!
*
* *o* * *o* * *
RESACA
Cuando ya la resaca deje mi alma en la playa,
y del arco agobiado de mi espalda se vaya
el ala cercenada, cual vela desafiante,
en cicatriz y estela prolongará el instante.
Quedarán vigilando, símbolo intrascendente,
dos pobres ojos pródigos y una mendiga frente.
¡Catacumba de agua, amor! ¡No me conoces!
Ni nadie nos conoce. Sólo hay fugaces roces,
desencuentros, en la prieta mudez de encrucijadas.
Expían su demora presencias nunca halladas.
No son cruz ya los brazos ni altar para holocausto
de salvajes ternuras. Con su claror exhausto,
un sol desalentado ahonda los abismos.
Somos polvo y lucero, todo en nosotros mismos.
Para
esta elemental ceniza taciturna
sea la inmensa lágrima del Mar celeste urna.